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Tinta sobre papel
Biblioteca Nacional
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Artistas
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Carballo, Aída
Castagnino, Juan Carlos
Conti, Oscar (Oski)
Guitelzon, Rebeca
Onofrio, Norberto
Saforcada, Hemilce
Seoane, Luis
 
Tinta sobre papel

Biblioteca Nacional
del 18 de noviembre al 22 de diciembre de 2010

 

Prólogo

En algún lugar de las memorias de Theodor Adorno se lee que cierta vez entró en la Feria del Libro de Frankfurt y se asombró del modo en que los libros aparecían como objetos de diseño. Sería en los años 60, los mismos en que ocurría la experiencia de Eudeba y luego del CEAL. La industria cultural permitía que el libro perdurara –eran también los años de Apocalípticos e integrados, de Umberto Eco–, pero los anexaba a una experiencia vinculada a los artistas especializados en tapas y contratapas.
El “horror de Adorno” ya pasó, lo consideramos un gesto que siempre sería necesario guardar en el último pliegue de la conciencia, pues allí reside la idea de un lector que en sus manifestaciones esenciales, no pertenece al mercado sino a la experiencia de un acto lectural no transferible de ninguna otra manera. El libro tiene un rostro dirigido hacia ese lector trascendental (que según los casos somos todos) y también hacia el lector transeúnte, el ocasional, el que no sabe de sí mismo más que lo que le indica su intuición de que seguirá leyendo en el rastro de las decisiones que toman editores, libreros y autores. Y el lector puede desdoblarse alguna vez en la figura del autor, del librero o del editor. Pero intuye también que la lectura siempre llega al punto de que nada importa el envoltorio, soporte o cápsula en la que venga embalada. Por eso y a pesar de eso, los libros mantendrán el ejercicio imaginativo de diagramar y diseñar sus tapas –su presencia en el mundo real de los objetos–, con el concurso de artistas y artesanos que consideran al libro igual a un ánfora prehistórica o una cosa que compite como mercancía con los demás objetos del mundo técnico.
La experiencia de las tapas de los libros de Eudeba y del Centro Editor de América Latina, ambas editoras bajo el impulso del gran editor Boris Spivacow, atestiguan en sus imágenes el modo en que se presentan al mundo con los ropajes que les prestó el artista deseador, una parte fundamental de la historia de la relación entre el libro y sus imágenes vitales, tal como los lectores lo recordamos, y en el fondo –homenaje a Adorno mediante– lo exigimos.

Horacio González
 

El arte de cruzar la frontera.

La falsa sensación de bienestar que produce habitar una tribu cerrada, cobijándose bajo la utopía de la incontaminación y la voluntad de mantener la pureza del grupo, rara vez produce obras o situaciones memorables.
Es que el pavor al mestizaje es la madre de todas las esterilidades, diría alguien.
La aparición de los libros de EUDEBA en los '60, la irrupción de esta idea brillante pero que hubiera sido irrealizable sin la expresa decisión de saltar el cerco del gueto literario y el circuito de librerías, fue una demostración cabal de que había una convicción previa de forzar el límite. ¡Los libros "buenos" habían invadido los quioscos! No temían a la contaminación.
Y no hablamos de cualquier libro. Porque las novelitas del far west de la colección Bisonte de Bruguera, importadas de España, también atiborraban los puestos callejeros, pero vamos, era la chatarrra de la posguerra civil española, era el entertainment según el desleal saber y entender de Francisco Franco.
Los libros de la Serie del Siglo y Medio venían en paquetes de cuatro ejemplares cada uno, contenidos por una faja de papel madera cuyo texto no recuerdo y con un precio surrealista de tan barato. Los autores: Miguel Cané, Eduardo Wilde, Hilario Ascasubi, Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi, Domingo F. Sarmiento, Horacio Quiroga, Fray Mocho, Roberto Payró, Lucio V. Mansilla, Florencio Sánchez…
Todas estas joyas invadieron subtes, trenes y colectivos, sostenidos por las manos de miles de personas. Yo lo vi, nadie me lo contó. Es que el milagro de EUDEBA, quizá el más importante, fue naturalizar el rito de la lectura y transformarlo de la noche a la mañana en un acto masivo, popular, o si no les repugna el término, populista. Leer se había puesto de moda.
Eduardo Wilde, José Pedroni, Juan Carlos Dávalos eran referencias vagas de nuestra cultura y casi nadie había tenido esos textos a mano, hasta ese momento. EUDEBA posibilitó el encuentro inesperado.
Tengo delante de mis ojos el ejemplar de Memorias de la prisión de José M. Paz, de mi colección personal, que compré en aquella época, siendo adolescente. Es la segunda edición de 1963 que consta, según leemos, de 10.000 ejemplares. La primera era de noviembre de 1960 y había agotado 30.000 ejemplares. O sea que en 3 años circularon 40.000 libritos con las memorias del general Paz, un tema extraño, habitualmente dedicado a especialistas o historiadores. Este hecho extraordinario de la industria editorial es impensable hoy en día.
¡Vendían 40.000 ejemplares de un solo título! ¿Se advierte el tamaño de la hazaña? La cubierta está ilustrada con una obra del pintor Carlos Gorriarena. Y aquí vamos al análisis de la segunda muestra de una profunda vocación de mestizaje
La mayor parte de las cubiertas de la Serie del Siglo y Medio eran reproducciones de obras de pintores de caballete o muralistas, que no estaban pensadas para ilustrar textos. Con esta decisión estratégica del diseñador Oscar Díaz se estaba sacando la pintura del ámbito recoleto de la galería de arte y se la zambullía de un empujón en el griterío del kiosco, conviviendo y dando pelea entre los abigarrados colorinches de El Gráfico, Billiken, Canal TV, o Para ti. El lector, además de toparse quizá por primera vez con textos fundamentales de la literatura nacional, se familiarizaba con imágenes provenientes de lo mejor de la plástica argentina, imágenes diferentes, no habituales.
Este es un hecho fundacional. Proponer el pasaje de un soporte a otro es de una significativa importancia, quizá poco detectable para el lector común, pero que no escapa a los que nos dedicamos al oficio de construir imágenes. Una obra concebida para pocos se veía ahora confrontada con la gente del barrio, que también tiene su opinión.
Y lo genial fue que los plásticos aceptaron esta invitación de ponerse al servicio de un relato, y se embarcaron en la tarea de acercarse a la masa. Menudo desafío para muchos de ellos que seguramente jamás consideraron esa posibilidad. Menudo desbarajuste en el sistema de jerarquías de la cultura, a veces tan parecido al de la "nobleza", había producido EUDEBA.
La lista de los artistas que desfilaron por esas cubiertas fue tan extensa y virtuosa como la de los escritores. Es que se había materializado una operación de introspección de la cultura argentina de una profundidad nunca vista antes. El gran acontecimiento llega cuando hace su aparición en los kioscos y librerías, una edición a gran tamaño de La Guerra al Malón, del comandante Prado ilustrada especialmente por Carlos Alonso, y otra del Martín Fierro con ilustraciones de Juan Carlos Castagnino, también en formato especial, para lucimiento de ambos artistas. La elección de un clásico como el Martín Fierro constituye una decisión editorial previsible, pero haber convertido casi en un best seller a un libro olvidado y prácticamente desconocido como el del comandante Prado nos ilumina acerca del olfato de un genio editorial como Boris Spivacow. Y además están las imágenes de un inspiradísimo Alonso, que realiza para este libro que aún conservo, ilustraciones ejemplares no superadas hasta el día de hoy.
Alguien me dijo que entre ambos libros se alcanzó un venta total aproximada de un millón y medio de ejemplares.
Las intuiciones de Spivacow, acompañadas por las audaces decisiones gráficas del Negro Díaz prosiguieron luego de concluida la primera etapa de EUDEBA con la creación del Centro Editor de América Latina (CEAL). Ambos se habían consolidado como un dúo de formidable eficacia editorial. El estilo insinuado en EUDEBA se hizo mucho más audaz y creativo en el CEAL, tal vez como compensación a estrecheces presupuestarias que no se conocían en la semi-estatal EUDEBA. El CEAL acentuó marcadamente la vocación por los aspectos visuales, tanto los que proveían nuestros artistas plásticos como los hechos expresamente por encargo a diferentes ilustradores.
En esta nueva reencarnación las ideas de Spivacow-Díaz alcanzan su mejor nivel. Se pone en circulación una historia de la literatura argentina llamada Capítulo (fascículo + libro) que todavía conservo y que retoma de alguna manera la huella que dejara la Serie del Siglo y Medio. Gran parte de las ilustraciones eran tomadas de antiguos grabados de la época de la colonia, y eran reproducidas por primera vez.
En la colección Libros de la luciérnaga ya no es sólo la cubierta, sino que se trata de la ilustración integral de clásicos latinoamericanos a cargo de los mejores pintores y grabadores. Aparece otra versión del Martin Fierro con los increíbles diseños de Páez, y tenemos la colección El cuento ilustrado, donde los mejores cuentistas son acompañados por los mejores dibujantes. La colección Artistas argentinos del S XX encara la biografía de los plásticos argentinos desde la época de la colonia hasta los '70. También es destacable la colección Los grandes poetas ilustrados por Jorge Demirjián, Roberto Páez, Norberto Onofrio, Jorge Álvaro, entre otros. Como se puede ver, uno de los mandatos del CEAL era profundizar el maridaje entre texto e imagen como nunca antes se había hecho.
Quiero finalizar con una experiencia personal relacionada con el asombro que me producían como espectador, pero también como interesado en estos temas, las "argucias", en realidad la sabiduría del Negro Díaz, para arreglarse con los elementos mínimos de los que disponía. El CEAL editaba una colección de fascículos (+ un libro u algún objeto) llamada Siglomundo, que estaba dedicada a analizar los grandes fenómenos políticos y sociales de fines del S XIX y del S XX.
Todavía conservo la mayor parte de estos materiales. La tapa y contratapa de Siglomundo se imprimían solamente en dos colores y en cada número, éstos variaban para dar una tonalidad general específica a cada número. Además, la contratapa estaba destinada a ir desarrollando, número tras número, una historia del cine.
Las combinaciones que llegaba a alcanzar Díaz en estas contratapas, mezclando solamente esos dos solitarios colores, eran casi infinitas. Una lección de diseño. Nunca la austeridad de un presupuesto acotado tuvo tanta elegancia y belleza. Nunca los estudiantes pobres como yo habían sido tratados con tanto respeto y finura visual.
Bueno, y aquí estamos ahora, esperando que se forme nuevamente otra pareja.

Carlos Nine
 

 

Tinta sobre papel

  Ya se sabe: los libros son siempre una buena guía. Y Tinta sobre papel, la exposición de grabados y dibujos originales que ahora presenta la Biblioteca Nacional, fue ideada –justamente– a partir de los bellos ejemplares publicados por la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA) y el Centro Editor de América Latina (CEAL) bajo la conducción de Boris Spivacow. Fueron los libros de colecciones como la Biblioteca Arte para todos, Serie del Siglo y Medio, Los grandes poetas o Artistas del siglo XX los que guiaron este recorrido gráfico-literario. Cualquier decisión curatorial estaba ya entredicha en esas páginas, de modo que al seguir esas directrices quedó plasmado el sentido de esta muestra: una especie de fotografía congelada del arte entre los años ‘60 y los ’80.
Las obras exhibidas no dan cuenta de la producción de artistas cuando estaban ya consagrados, tal como los conocemos en la actualidad, sino de su antesala: lo que fueron en aquellos años, cuando algunos tenían ya reconocimiento público pero muchos, todavía no. Tinta sobre papel es una suerte de reconstrucción arqueológica del trabajo de figuras hoy notables de la pintura nacional como Juan Carlos Castagnino, Carlos Alonso, Raúl Soldi, Carlos Gorriarena, Roberto Páez, Héctor Basaldúa, Guillermo Facio Hébequer, Ricardo Carpani, Pompeyo Audivert, Aída Carballo, Ernesto Deira y  Eduardo Stupía, entre otros autores de distintas corrientes y generaciones artísticas.
Si Spivacow tenía una increíble habilidad para elegir a los autores y directores de colección entre las jóvenes plumas de la época; Oscar, Negro, Díaz –jefe de arte de ambos sellos– tenía similar intuición para descubrir talentos. La inconsciente osadía de uno, la capacidad de convocatoria del otro, la infinita creatividad de ambos y “la sangre, sudor y lágrimas” de los equipos que conformaron, hicieron posibles estas aventuras editoriales excepcionales. Ese es el telón de fondo de lo que se ve colgado en la sala.
Nacidos en los engranajes de la industria cultural, estos sellos implementaron un ritmo de producción intenso y vertiginoso, siempre apurado y bajo la presión de un cierre similar al periodístico. Y, no obstante, lo que lograron, en muchos casos, son obras de arte. Logros alcanzados a través de una práctica desprejuiciada, innovadora e intuitiva, que en la Universidad de Buenos Aires recién se  transformó en un aprendizaje metodológico a partir de 1984, con la creación de la carrera de Diseño Gráfico.
En algún sentido, estas experiencias iban a caballo de dos aguas: por un lado estaban integradas ya a la era de la reproducción masiva y, por el otro, la labor –previa a la incorporación de la computadora– era todavía artesanal, tal como dan cuenta los originales que se exhiben. Rescatados por los artistas de las oficinas de los sellos en un tiempo en que la devolución de los materiales era una práctica muy poca usual, muchos de los trabajos que hubiéramos querido mostrar no fueron entregados y se perdieron vaya a saber entre qué pila de papeles.
La cercanía o la distancia que –a modo del juego de las diferencias–  puede observarse entre el original y la obra publicada son una constatación interesante tanto de las posibilidades técnicas previas a la era de informática como de la convicción ideológica de ofrecer al público libros al costo de “un kilo de pan”.  Editar a bajo precio fue una intencionada estrategia que, en los casos más logrados, se consiguió sin sacrificar la factura de la obra y en otros, se sostuvo aún a costa de la calidad de impresión y encuadernación.
Estas decisiones rompieron la lógica del mercado del arte, que todavía hoy es un coto bastante cerrado y más bien selecto. Una obra de arte difundida masivamente y al alcance popular, recién empezó a pensarse en el mundo editorial después de la edición del Martín Fierro ilustrado por Castagnino que lanzó EUDEBA en 1962.
El “Martín Fierro de EUDEBA” –como le decían–  vendió 250 mil ejemplares. Las tiradas comprendían cuatro ediciones diferentes (una especial para bibliófilos y otras en rústica, cartoné y tela)  y cuatro carpetas de láminas. Algunas incluían ejemplares numerados a mano u originales firmados y coloreados por el artista.
El libro se presentó con bombos y platillos: conferencia de prensa, afiches en las calles, publicidad en diarios y revistas, audiciones radiales y televisivas (hasta una inclusión en el noticiero cinematográfico Sucesos Argentinos) y la inauguración de una exposición con las obras que Castagnino preparó a lo largo de diez meses de trabajo.
No es casual que Spivacow haya elegido el Martín Fierro, así como tampoco es menor que hayan sido ilustrados El Matadero, de Esteban Echeverría, por Carlos Alonso y Don Quijote, resultado de un concurso internacional del que resultó ganador Roberto Páez, quien había presentado su trabajo fuera de plazo y demoró largo tiempo en terminarlo. Las tres son obras fundantes de la literatura.
Con un espíritu similar fue pensada la Serie del Siglo y medio, en homenaje al sesquicentenario de la Revolución de Mayo. Fueron 122 títulos y más de tres millones de ejemplares de textos de la literatura argentina que iban de 1810 a 1960, cada uno presentado con una pintura en tapa realizada especialmente para la ocasión.
Con explícita intención de divulgación, en EUDEBA y el Centro Editor se siguieron dos caminos: la ilustración de obras literarias y la presentación didáctica de técnicas y artistas.  Esas dos líneas se retoman también en esta exposición.
Si bien no de manera excluyente, porque el material exhibido presenta técnicas diversas, una parte importante de las obras son tintas sobre papel; de esa materialidad surgió el título para la muestra. Pero su nombre también da cuenta de otra de las características que hicieron posibles los libros editados por EUDEBA y el CEAL: un universo cultural con muchos vasos comunicantes.

Esteban Bitesnik - Judith Gociol
 

 
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